sábado, 24 de septiembre de 2011

El otoño del poeta. Osmany Oduardo Guerra



¿Qué importa el sol? ¿Qué importa la nieve? ¿Qué importa la vida? La patria nos persigue, con las manos suplicantes…
José Martí







En Cuba no teníamos otoño. Últimamente ni siquiera teníamos primavera y el invierno es, a veces, un recordatorio a la miseria para el que no tiene abrigos, sábanas, paredes sólidas. Allá siempre es verano, sin otras estaciones evidentes. Allá todo sucede con esa calma violenta que casi siempre nos deprime y nos reprime y nos comprime y nos suprime. Vivíamos en esa metáfora sarcástica y no teníamos demasiada poesía. Carecíamos de dinero o demasiadas cosas que comprar y éramos consumistas. Veíamos caer las miradas, las sonrisas, las esperanzas, las hojas y los árboles, y no teníamos otoño. Disfrutábamos de esa felicidad virtual: nada nos importaba porque la realidad, lo verdaderamente real, estaba dentro de los muros y más allá de esos muros no había nada, si acaso unas fotos con demasiados colores, unas postales ostentosas. Aquí, al otro lado, tenemos estaciones, podemos ejercer la decencia y la honestidad, podemos expresarnos sin temor a los vecinos o al Gran Hermano que vigila. Tenemos este otoño que se deja caer sobre los árboles con esa rabia de tonos amarillentos, de una belleza indescriptible. Acá tenemos algunas cosas que dan cierta tranquilidad pero no tenemos patria. Creo que allá tampoco teníamos patria. En realidad no teníamos nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual.




Aquí nadie pregunta por la historia.
Los días se suceden impertérritos.
Una piedra tras otra, luego el muro,
y luego la ciudad que salta
más allá de los funestos barrotes.
Amortajadas, las tardes se suceden
y aquí nadie pregunta
siquiera por los cánticos dormidos,
por la escasa bondad,
por una fotografía
que cuelga, repetida, en las paredes.
Aquí nadie pregunta por la historia,
y es terrible
porque quizás la historia está en la hogaza,
en la febril burbuja,
o en la ferocidad del pez que ahora contemplo.




Como si la isla no fuera un continente,
como si sólo fuera
una moneda diminuta en el bolsillo de Dios,
como si no bastara con la noche
que se despeña torpe sobre los autobuses
para dejar atrás
la estridencia maldita de La Habana.
Despué
s de todo
bajar por la garganta de la isla
hacia esa otra isla que perece,
que yace arrepentida detrás de los zarzales,
que juega a ser muchacha rubia o pasajero,
es sólo un juego del azar,
golpe en las manos.
Después de todo y ante todo
la isla es un camino amargo y largo
y yo la voy bojeando a la deriva.
Ah, la isla, esa muchacha imaginaria
que sentada a mi lado ve los astros
o simplemente los dibuja absorta.
Ah, esa muchacha fugaz
y sus tiernas arrugas en los ojos
de pronto se me antoja escueta e infeliz como la isla,
de pronto
es ese manto oscuro que el cielo transfigura
y sus constelaciones
no son más que los dibujos de su infancia.
Como si la infancia no fuera
la infinita ternura de la isla.
Como si la isla no fuera esa muchacha.





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